Papa
Francisco en Colombia. Jesús sigue invitando a seguirlo.
Del Evangelio según Lucas 5,1-11 “Estaba él a la
orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba a su alrededor para oír la
palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los
pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Subiendo a una
de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y,
sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar
adentro, y echad vuestras redes para pescar.» Simón le respondió: «Maestro,
hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, por tu
palabra, echaré las redes.» Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces,
de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de
la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto
las dos barcas que casi se hundían.
Al verlo, Simón Pedro cayó a las rodillas de
Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.» Pues el
asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los
peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que
eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás
pescador de hombres.» Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le
siguieron.”
“El Evangelista recuerda que el llamado de los primeros discípulos
fue a orillas del lago de Genesaret, allí donde la gente se aglutinaba para
escuchar una voz capaz de orientarlos e iluminarlos; y también es el lugar
donde los pescadores cierran sus fatigosas jornadas, en las que buscan el
sustento para llevar una vida
sin penurias, una vida digna y feliz…
En el mar abierto se confunden la esperada fecundidad del trabajo
con la frustración por la inutilidad de los esfuerzos vanos…
Esta querida ciudad, Bogotá, y este hermoso País, Colombia, tienen
mucho de estos escenarios humanos presentados por el Evangelio. Aquí se
encuentran multitudes anhelantes de una palabra de vida, que ilumine con su luz
todos los esfuerzos y muestre el sentido y la belleza de la existencia humana.
Estas multitudes de hombres y mujeres, niños y ancianos habitan
una tierra de inimaginable fecundidad, que podría dar frutos para todos. Pero
también aquí, como en otras partes, hay densas tinieblas que amenazan y
destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de la inequidad social; las
tinieblas corruptoras de los intereses personales o grupales, que consumen de
manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bienestar de todos;
las tinieblas del irrespeto por la vida humana que siega a diario la existencia
de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo; las tinieblas de la
sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las manos de quienes se
toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven
insensibles ante el dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las
disipa y destruye con su mandato en la barca de Pedro: «Navega mar adentro» (Lc
5,4).
Nosotros podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar
intentos fallidos y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada;
pero al igual que Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin
ningún resultado...
Pedro es el hombre que acoge decidido la invitación de Jesús, que
lo deja todo y lo sigue, para transformarse en nuevo pescador, cuya misión
consiste en llevar a sus hermanos al Reino de Dios, donde la vida se hace plena
y feliz.
Pero el mandato de echar las redes no está dirigido solo a Simón
Pedro; a él le ha tocado navegar mar adentro, como aquellos en vuestra patria
que han visto primero lo que más urge, aquellos que han tomado iniciativas de
paz, de vida. Echar las redes entraña responsabilidad. En Bogotá y en Colombia
peregrina una inmensa comunidad, que está llamada a convertirse en una red
vigorosa que congregue a todos en la unidad, trabajando en la defensa y en el
cuidado de la vida humana, particularmente cuando es más frágil y vulnerable:
en el seno materno, en la infancia, en la vejez, en las condiciones de
discapacidad y en las situaciones de marginación social.
También multitudes que viven en Bogotá y en Colombia pueden llegar
a ser verdaderas comunidades vivas, justas y fraternas si escuchan y acogen la
Palabra de Dios. En estas multitudes evangelizadas surgirán muchos hombres y
mujeres convertidos en discípulos que, con un corazón verdaderamente libre,
sigan a Jesús; hombres y mujeres capaces de amar la vida en todas sus etapas,
de respetarla, de promoverla.
Y como los apóstoles, hace falta llamarnos unos a otros, hacernos
señas, como los pescadores, volver a considerarnos hermanos, compañeros de
camino, socios de esta empresa común que es la patria. Bogotá y Colombia son,
al mismo tiempo, orilla, lago, mar abierto, ciudad por donde Jesús ha
transitado y transita, para ofrecer su presencia y su palabra fecunda, para
sacar de las tinieblas y llevarnos a la luz y la vida.
Llamar a otros, a todos, para que nadie quede al arbitrio de las
tempestades; subir a la barca a todas las familias, ellas son santuario de
vida; hacer lugar al bien común por encima de los intereses mezquinos o
particulares, cargar a los más frágiles promoviendo sus derechos.
Pedro experimenta su pequeñez, experimenta lo inmenso de la
Palabra y el accionar de Jesús; Pedro sabe de sus fragilidades, de sus idas y
venidas, como también lo sabemos nosotros, como lo sabe la historia de
violencia y división de vuestro pueblo que no siempre nos ha encontrado
compartiendo la barca, tempestad, infortunios.
Pero al igual que a Simón, Jesús nos invita a ir mar adentro, nos
impulsa al riesgo compartido, ¡No tengan miedo de arriesgar juntos!, nos invita
a dejar nuestros egoísmos y a seguirlo. A perder miedos que no vienen de Dios,
que nos inmovilizan y retardan la urgencia de ser constructores de la paz y
promotores de la vida. “Navega mar adentro” dice Jesús, que los discípulos se
hicieron señas para juntarse todos en la barca, que así sea para este pueblo.
…………
"«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el
viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da
fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a
la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo
que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid;
así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque
separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado
fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y
arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que
queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto,
y seáis mis discípulos. Como el Padre me amó, yo también os he amado a
vosotros; permaneced en mi amor." Juan, 15, 1-9.
“La hermana Leidy de San
José, María Isabel y el Padre Juan Felipe nos han dado su testimonio. También
cada uno de los que estamos aquí podríamos narrar la propia historia
vocacional. Y todos coincidirían en la experiencia de Jesús que sale a nuestro
encuentro, que nos primerea y que de ese modo nos ha captado el corazón.
Como dice el Documento de Aparecida: «Conocer a Jesús es el
mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros
es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con
nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (n. 29). El gozo de evangelizar.
Muchos de ustedes, jóvenes, habrán descubierto este Jesús vivo en
sus comunidades; comunidades de un fervor apostólico contagioso, que
entusiasman y suscitan atracción. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a
Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas; la vida fraterna y fervorosa de
la comunidad es la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a
la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 107).
... Los jóvenes son naturalmente inquietos y si bien asistimos a
una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes
que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de
militancia y voluntariado. Son muchos y algunos sí son católicos practicantes,
otros “al agua rosa” como decía mi abuela, otros no saben si creen o no creen,
pero esa inquietud los lleva a hacer algo por los demás, esa inquietud hace
llenar los voluntariados de todo el mundo de rostros jóvenes. Hay que encauzar
la inquietud…
¿Cómo es la tierra, el sustento, el soporte donde crece esta vid
en Colombia? ¿En qué contextos se generan los frutos de las vocaciones de
especial consagración?
Seguramente en ambientes llenos de contradicciones, de
claroscuros, de situaciones vinculares complejas. Nos gustaría contar con un
mundo, con familias y vínculos más llanos, pero somos parte de este cambio de
época, de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando con ella, Dios
sigue llamando.
A mí que no me vengas con el cuento, de que: “No claro, no hay
tantas vocaciones de especial consagración, porque con esta crisis que
vivimos…” Aún en medio de esta crisis Dios sigue llamando.
Sería casi evasivo pensar que todos ustedes han escuchado el
llamado de Dios en medio de familias sostenidas por un amor fuerte y lleno de
valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia (cf.
Exhort. ap. Amoris laetitia, 5). Algunos sí, pero no todos. Algunas familias,
quiera Dios que muchas, son así.
Pero tener los pies sobre la tierra es reconocer que nuestros
procesos vocacionales, el despertar del llamado de Dios, nos encuentra más
cerca de aquello que ya relata la Palabra de Dios y de lo que tanto sabe
Colombia: «Un sendero de sufrimiento y de sangre […] la violencia fratricida de
Caín sobre Abel y los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de
los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que
llenan de sangre a la familia de David, hasta
las múltiples dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la
amarga confesión de Job abandonado» (ibíd., 20).
Y desde el comienzo ha sido así: no piensen en la situación ideal,
esta es la situación real. Dios manifiesta su cercanía y su elección donde
quiere, en la tierra que quiere, y como esté en ese momento, con las
contradicciones concretas, como Él quiere.
Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a hombres y
mujeres en la fragilidad de la historia personal y comunitaria. No le tengamos
miedo, a esta tierra compleja. Anteanoche una chica con capacidades especiales
en el grupo que me dió la bienvenida en la Nunciatura, habló que el núcleo de
lo humano está en la vulnerabilidad, y explicaba por qué.
Y a mí se me ocurrió preguntarle ¿Todos somos vulnerables? “Sí,
todos”, ¿Pero hay alguien que no es vulnerable? Me contestó “Dios”. Pero Dios
quiso hacerse vulnerable y quiso salir a callejear con nosotros, quiso salir a
vivir nuestra historia tal como era...
Y esta vid —que es la de Jesús— tiene el atributo de ser la
verdadera. Él ya utilizó este término en otras ocasiones en el Evangelio de
Juan: la luz verdadera, el verdadero pan del cielo, o el testimonio verdadero. Ahora, la verdad no es algo que
recibimos —como el pan o la luz— sino que brota desde adentro.
Somos pueblo elegido para la verdad, y nuestro llamado tiene que
ser en la verdad. Si somos sarmientos de esta vid, si nuestra vocación está
injertada en Jesús, no puede haber lugar para el engaño, la doblez, las
opciones mezquinas. Todos tenemos que estar atentos para que cada sarmiento sirva
para lo que fue pensado: para dar frutos. ¿Yo estoy dispuesto a dar frutos?
Desde los comienzos, a quienes les toca acompañar los procesos
vocacionales, tendrán que motivar la recta intención, es decir, el deseo
auténtico de configurarse con Jesús, el Pastor, el amigo, el esposo. Cuando los procesos no son
alimentados por esta savia verdadera, que es el Espíritu de Jesús, entonces
hacemos experiencia de la sequedad y Dios descubre con tristeza aquellos tallos
ya muertos.
Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren
nutrir de honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad
personal y de promoción social, cuando la motivación es «subir de categoría»,
apegarse a intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de
lucro. Lo dije ya en otras ocasiones y lo quiero repetir como algo que es
verdad y es cierto: no se olviden, el diablo entra por el bolsillo, siempre.
Esto no es privativo de los comienzos, todos nosotros tenemos que
estar atentos porque la corrupción en los hombres y las mujeres que están en
la Iglesia empieza así, poquito a poquito, luego —nos lo dice Jesús
mismo— se enraíza en el corazón y acaba desalojando a Dios de la propia vida.
«No se puede servir a Dios y al dinero» (Mt 6,21.24), Jesús dice
“no se puede servir a dos señores”, como si solo hubiera dos señores en el
mundo. No se puede servir a Dios y al dinero. Jesús le da categoría de “señor”
al dinero, que quiere decir, que si te agarra no te suelta. Será tu Señor y el
de tu corazón, ¡cuidado!
No podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la
bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales. Hay
situaciones, estilos y opciones que muestran los signos de sequedad y de
muerte: cuando es eso ¡No pueden seguir entorpeciendo el fluir de la savia que
alimenta y da vida!
El veneno de la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el
abuso al Pueblo de Dios, a los frágiles y especialmente a los ancianos y niños
no pueden tener cabida en nuestra comunidad; cuando un consagrado, una
consagrada, una comunidad, una institución llámese parroquia o lo que sea, opta
por ese estilo es una rama seca, solo hay que sentarse y esperar que el Señor
la venga a cortar. Pero Dios no solo corta; la alegoría continúa diciendo que
Dios limpia la vid de imperfecciones. ¡Tan linda que es la poda, duele, pero es
linda!. La promesa es que daremos fruto, y en abundancia, como el grano de
trigo, si somos capaces de entregarnos, de donar la vida libremente…
La buena noticia es que Él está dispuesto a limpiarnos. La buena
noticia es que todavía no estamos terminados, que estamos en proceso de
fabricación, que como buenos discípulos estamos en camino.
¿Cómo va cortando Jesús los factores de muerte que anidan en
nuestra vida y distorsionan el llamado? Invitándonos a permanecer en Él;
permanecer no significa solamente estar, sino que indica mantener una relación
vital, existencial, de absoluta necesidad; es vivir y crecer en unión fecunda
con Jesús, fuente de vida eterna.
Permanecer en Jesús no puede ser una actitud meramente pasiva o un
simple abandono sin consecuencias en la vida cotidiana, siempre trae una
consecuencia…
1. Permanecemos en Jesús tocando la humanidad de Jesús:
Con la mirada y los sentimientos de Jesús, que contempla la
realidad no como juez, sino como buen samaritano; que reconoce los valores del
pueblo con el que camina, así como sus heridas y sus pecados; que descubre el
sufrimiento callado y se conmueve ante las necesidades de las personas, sobre
todo cuando estas se ven avasalladas por la injusticia, la pobreza indigna, la
indiferencia, o por la perversa acción de la corrupción y la violencia.
Con los gestos y las palabras de Jesús, que expresan amor a los
cercanos y búsqueda de los alejados; ternura y firmeza en la denuncia del
pecado y el anuncio del Evangelio; alegría y generosidad en la entrega y el
servicio, sobre todo a los más pequeños, rechazando con fuerza la tentación de
dar todo por perdido, de acomodarnos o de volvernos solamente administradores
de desgracias.
¡Cuántas veces escuchamos hombres y mujeres consagrados que parece
que en vez de administrar gozo, alegría, crecimiento, vida, administran
desgracia y se la pasan lamentándose de las desgracias de este mundo, es la
esterilidad de quien es incapaz de tocar la carne sufriente de Jesús!.
2. Permanecemos contemplando su divinidad:
Despertando y sosteniendo la admiración por el estudio que
acrecienta el conocimiento de Cristo porque, como recuerda San Agustín, no se
puede amar a quien no se conoce (cf. La Trinidad, Libro X, cap. I, 3).
Privilegiando para ese conocimiento el encuentro con la Sagrada Escritura,
especialmente el Evangelio, donde Cristo nos habla, nos revela su amor
incondicional al Padre, nos contagia la alegría que brota de la obediencia a su
voluntad y del servicio a los hermanos.
Yo les quiero hacer una pregunta pero no me la respondan, se la
responde cada uno a sí mismo ¿Cuántos minutos o cuantas horas leo el Evangelio,
la Escritura por día? Se la contestan.
Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama
las Escrituras, no ama a Jesús (cf. San Jerónimo, Prólogo al comentario del
profeta Isaías: PL 24,17). ¡Gastemos tiempo en una lectura orante de la
Palabra! En auscultar en ella qué quiere Dios para nosotros y para nuestro
pueblo.
Que todo nuestro estudio nos ayude a ser capaces de interpretar la
realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio evasivo de los aconteceres
de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de modas o ideologías.
Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio, que no
quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío
existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y
sus culturas.
Permanecer y contemplar su divinidad haciendo de la oración parte
fundamental de nuestra vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos
libera del lastre de la mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a
elegir alejándonos de la superficialidad, en un ejercicio de auténtica
libertad. En la oración crecemos en libertad, en la oración aprendemos a ser
libres.
La oración nos saca de estar centrados en nosotros mismos,
escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a ponernos con
docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer eficaz su
proyecto de salvación.
Y en la oración, yo les quiero aconsejar una cosa también: pidan,
contemplen, agradezcan, intercedan, pero también acostumbrense a adorar.
No está muy de moda adorar, acostúmbrense a adorar, a aprender a adorar
en silencio. Aprendan a orar así.
Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Haber
sido llamados no nos da un certificado de buena conducta e impecabilidad; no
estamos revestidos de una aureola de santidad. ¡Ay el religioso, el consagrado,
el cura o la monja que vive con cara de estampita. Por favor!
Todos somos pecadores, todos necesitamos del perdón y la
misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que no está bien
y hemos hecho mal, lo echa fuera de la viña y lo quema, nos deja limpios para
poder dar fruto. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para con su pueblo,
del que somos parte. Él nunca nos dejará tirados al costado del camino, nunca.
Dios hace de todo para evitar que el pecado nos venza y que
después nos cierre las puertas de nuestra vida a un futuro de esperanza y de
gozo, Él hace de todo para evitar eso y si no lo logra se queda al lado hasta
que se me ocurra mirar para arriba porque me doy cuenta que estoy cayendo, así
es Él.
3. Finalmente, hay que permanecer en Cristo para vivir en la
alegría:
Permanecer para vivir en alegría. Si permanecemos en Él, su
alegría estará con nosotros. No seremos discípulos tristes y apóstoles
amargados. Lean el final de Evangelii Nuntiandi, nos aconseja esto. Al
contrario, reflejaremos y portaremos la alegría verdadera, el gozo pleno que
nadie nos podrá quitar, difundiremos la esperanza de vida nueva que Cristo nos
ha traído.
El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría.
¡Qué pesada!, a veces sí pero no nos roba la alegría, a través de ese peso
también nos da la alegría. Dios no nos quiere sumidos en la tristeza, uno de
los malos espíritus que se apoderaban del alma que ya anunciaban los monjes del
desierto, Dios no nos quiere sumidos en el cansancio que vienen de las
actividades mal vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y
aun nuestras fatigas.
Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de
la cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de
Dios cuando transparentamos la alegría del encuentro con Él.
En el Génesis, después del diluvio, Noé planta una vid como signo
del nuevo comienzo; finalizando el Éxodo, los que Moisés envió a inspeccionar
la tierra prometida, volvieron con un racimo de uvas de este tamaño, signo de
esa tierra que manaba leche y miel.
Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y familias.
Están aquí presente y me parece de muy buen gusto que estén los padres y las
madres de los consagrados, los sacerdotes y las religiosas.
El Señor ha puesto su mirada sobre Colombia: ustedes son signo de
ese amor de predilección. Nos toca ahora ofrecer todo nuestro amor y servicio
unidos a Jesucristo, que es nuestra vid. Y ser promesa de un nuevo inicio para
Colombia, que deja atrás diluvios, como el de Noé, diluvios de desencuentro y
violencia, que quiere dar muchos frutos de justicia y de paz, de encuentro y de
solidaridad.
Que Dios los bendiga; que bendiga la vida consagrada en Colombia.
Y no se olviden de rezar por mí para que me bendiga también. Gracias.
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